A Juan Pablo, cuando era niño…
Hago una pausa que ha acompañado mi discurso en los últimos meses; debo reconocerlo, crecientemente disidente de la gestión en general de la actual administración federal de México, comenzando claro está, por la que le ha dado a su aviación civil para abordar un tema que no me parece menor: los niños del mundo.
Justo este día 30 de abril en el que se les celebra, me convoca la madre de “Toñito” a esparcir sus cenizas en el bosque hidalguense, luego de que han pasado 15 años de que nos regaló una visita a la tierra, de apenas dos días de duración, solo para regresar a ese asteroide universal del que provino y en el que con toda seguridad de resguardó.
¿Será que mi hijo decidió mejor huir de una humanidad capaz de hacer con los niños lo que les están haciendo, por ejemplo, en la Franja de Gaza, Sudán y por doquier? ¡Híjole! A estas alturas de la vida ya no puedo descartar nada.
Lo cierto es que, contrario a lo que esos familiares y amigos “maduros” para los cuales una vida tan breve, como la que tuvo mi pequeño tulancingüense, no merece inclusive ni el recuerdo y no debo lamentar su prematura muerte ¡así de insensible puede ser la gente, aun la que uno cree la más cercana!, esos días de mayo de 2009 en los que valientemente luchó para salir adelante de su padecimiento, marcaron la vida de su madre y claro está, la mía.
Luis Antonio se llamaba el Principito; Luis por varias razones, entre ellas que yo nací un día de San Luis, término que invariablemente relaciono con mi eterno e imperfecto héroe: Charles Lindbergh y su avión “Espíritu de San Luis”, y debo reconocer con queridos amigos con tal apelativo, caso del famoso aeroportuario doctor Luis Antonio Aragón, quien desgraciadamente también sabe lo que es dejar partir un recién nacido. Además, siendo nieto de un Antonio e hijo de una Antonia y conocido quien firma esta columna en la familia como Toño, el Antonio era un nombre natural para mi segundo hijo varón.
Unos días después de que las cenizas de “Toñito” se fusionen con la naturaleza, tal y como siento debimos haber hecho desde hace años, vendrá el cumpleaños de otro de mis hijos, actualmente casi tan alejado de mí como el tocayito. Y es que nadie nos enseña a ser padres y por ende aprendemos a golpes, muchos de ellos verdaderas tundas. Calculo que la mitad de mis amigos varones están alejados en mayor o menor medida de alguno de sus hijos, algo que le confieso estimado lector, simple y sencillamente no logro entender.
¿Qué es lo que tiene que ocurrir para que un padre o madre y un hijo o hija tengan que poner geografías, tiempo e incomunicación entre ellos?
Sobra decir que una parte importante de esta poco aeronáutica entrega lleva un mensaje de solidaridad para esos queridos cercanos o extraños a los que veo con enorme empatía debido a que ahora comprendo lo que se siente no ser digno, ya no tanto de una visita, sino de una llamada o de un mensaje procedente de alguna descendencia.
Afortunadamente en este Día del Niño, haya pasado lo que haya pasado con Toñito o con cualquier otro de mis hijos, reconozco el hecho es que la vida me regaló, apenas hace 13 años un maravilloso y cada día más avionero retoño con el que me queda claro no debo tardar en hablar también de la triste realidad de los niños, que por las tensiones geopolíticas en las que el arma aérea suele ser gran protagonista y la irresponsabilidad de sus gobernantes están muriendo de hambre, no tienen techo, o como en el caso de los palestinos, les están masacrando.
Y no estimado lector: ¡no encuentro justificación alguna que otorgarle a Israel por esa matanza!
¡Así de inhumanos realmente somos los que nos decimos “seres humanos”!
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